Gabriel García Márquez, autor de 'Cien años de soledad', una de las novelas más leídas en el mundo, cuyo universo es el tiempo cíclico, en el que de entremezclan historias sorprendentes y fantásticas, como la peste del insomnio, la enfermedad del olvido, apariciones mágicas, levitaciones... Ha sido considerada ..."una gran metáfora en la que, a la vez que se narra la
historia de las generaciones de los Buendía en el mundo mágico de
Macondo, desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de la
estirpe, se cuenta de manera insuperable la historia colombiana desde
después del Libertador hasta los años treinta del presente siglo..."
Gabriel García Márquez Premio Nobel de Literatura.
Discurso
de Aceptación
8 Deciembre, 1982
La
soledad de América
latina
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó
a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por
nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una
aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el
lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del
macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante
enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se
vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el
testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas
de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan
codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y
de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la
Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años
el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a
otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos
misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con
cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate
de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se
vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en
cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros
fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la
misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril
interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la
condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en
la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo
de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador
de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había
perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena
gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue
velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la
silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota
teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil
campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban
envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una
epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en
la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney
comprada en Paris en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro
tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las
buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido
desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América
Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya
terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de
sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió
peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y
nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un
militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5
guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre
de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir
dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los
desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como si hoy
no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de Upsala. Numerosas
mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aun
se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción
clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no
querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres
en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y
voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón
600 muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un
millón de personas: el 12% por ciento de su población. El Uruguay, una nación
minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país
más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco
ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un
refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados
y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que
Noruega.
Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y
no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la
Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive
con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes
cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de
desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más
que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas,
guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada
hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para
nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer
creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra
soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros,
que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de
este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se
hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que
insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin
recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la
búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo
fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo
contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez
más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de
vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para
construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se
debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un
rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los
pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo
del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus
habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger,
cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas
Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu
clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más
justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La
solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se
concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de
tener una vida propia en el reparto del mundo.
América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y
originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los
progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras
Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural.
¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos
niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de
cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de
avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo
latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas
de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los
dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra
soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el
abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las
hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los
siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la
muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de
nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar
siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en
los países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de América
Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente
poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres
humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han
pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo
en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de
ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por
primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se
negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad
científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo
humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo
creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde
para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía
de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde
de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda
oportunidad sobre la tierra.
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